Condenados al olvido
Cincuenta años se mantuvo siendo lo más importante del lugar, ya que todos cuando le miraban, sabían si llegarían puntuales a sus destinos.
Pero un día, colocaron a un compañero a escasos metros, aunque ni era redondo, ni tenía manecillas, ni doce números. Hacía lo mismo que él, pero de forma extraña.
Consideró esta llegada una traición a sus años ininterrumpidos de oficio, y se enfadó tanto que se rompió sin querer.
Pasó el tiempo y en la estación, nadie notó que aquel instrumento cubierto de polvo ya no funcionaba. La gente sólo prestaba atención al reloj digital.
Mentiras
Aquel niño era tan pequeño que podía
decir su edad con sólo una mano. Todavía eso del mundo y la vida le resultaba infinitamente
complejo.
Una tarde, sus padres le
hicieron viajar en metro y entre tanta novedad de la estación, quedó fascinado
con un reloj enorme y precioso que separaba ambas vías.
— ¿Para qué sirve eso mamá?
—Se llama reloj y nos indica el
tiempo.
— ¿Y qué precio tiene el tiempo?
— ¿Precio?
—Dijiste que todo tenía un
precio, ¿cuánto dinero cuesta mami?
—Nada, el tiempo no tiene precio
—respondió la madre, alejando a su hijo de la verdad.
Micorrelatos descartados
Un lunes perfecto
No podía retirar la mirada de su
nuevo reloj suizo, y esperando al tren de las ocho, pensó en el día que le
esperaba.
Desayunaría en algún sitio
elegante del centro de la ciudad y luego pasaría por alguna librería a buscar
su próxima adquisición literaria. Luego, volvería andando hasta su casa y
cocinaría algo para almorzar. Por la tarde, trabajaría en su nuevo proyecto…
Pero se despertó. Sus ojos
vieron una muñeca vacía. Tampoco tenía dinero, ni comida. El frío le helaba los
huesos. Dormir junto a una boca de metro era difícil, y más aun siendo mendigo.
Y semanas antes de jubilarse, al
acabar su turno, se topó con un anciano que parecía estar allí esperándolo, y
que le devolvió toda la ilusión por su trabajo con un simple:
¨Gracias conductor¨.
Y el tiempo era exactamente
quince minutos. Ni uno más ni uno menos.
Novecientos segundos tardaría el
vagón en llevarla al trabajo junto al chico de la ventana, Manuel, su compañero
de oficina por el que ella estaba colada. Aquella oportunidad no se podía
desaprovechar.
Inexplicablemente, ella, de
naturaleza impuntual, había llegado a su hora a la boca del metro y pudo entrar
al vagón justo antes de que este cerrara las puertas a centímetros de su
espalda.
Quince minutos para averiguar si
el próximo sábado Manuel estaba libre para ir a cenar.
Quince minutos que terminaron
generando una familia numerosa.
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