Ignoraba por completo si
esa inesperada detención era fruto de algún crimen concreto, o consecuencia del
conjunto de todos aquellos que había realizado a lo largo de los años oscuros
de su vida. Por aquel entonces, llevaba meses comportándose como un tipo
pacífico, que simplemente disfrutaba del dinero en una casa apartada de la
civilización, sin hacer daño a nadie, y no esperaba un cambio de planes tan
brusco como aquel. Bajo su punto de vista, era irónico que justo en aquel
momento, ese ejército de policías entrara, destrozando la puerta, para ponerle
las esposas y arrastrarle hacia un coche patrulla.
Antes de introducirse en
los asientos traseros del vehículo, alguien le colocó bruscamente un trapo en
la cabeza. Notó como le hacían un nudo en la parte de la nuca, y un instante
después, un objeto muy duro golpeó con dureza su frente, dejándole sin sentido.
Pasado un tiempo, llegaron a alguna parte, y le sacaron del coche a la fuerza.
Alguien retiró el trapo
de su cabeza, y sus ojos sufrieron con aquel impacto que el Sol provocaba desde
el cielo. Aun se encontraba más dormido que despierto, y aquellos rayos parecían
empeñados en destrozarle sus retinas. Unos segundos después, volvió a abrir los
ojos con más calma, recuperando la visión natural, y pudo observar su
alrededor. Empezó a comprender que se encontraba en las afueras de un edificio
totalmente aislado de toda civilización. Miraras a donde miraras, solo veías
campo y más campo.
Le arrastraron a la
fuerza al interior de aquella construcción, y después de avanzar por un pasillo,
le hicieron entrar en una habitación vacía cuyo olor era insoportable,
obligándole a sentarse en una enclenque silla. No había nada más. Solos, una
silla, y él. El hombre que le llevó hasta allí, se fue por la puerta por la que
acababan de entrar. Un rato después, por otra puerta que había en la
habitación, entró un señor trajeado, y que parecía cerca de la jubilación. Arrugas
y cicatrices dominaban su rostro. Con un paso lento, llegó hasta las espaldas
del muchacho, y posó ambas manos sobre sus anchos hombros.
— Sabes perfectamente lo
que te va a pasar — Alargaba de una forma tremenda las palabras, y parecía que
nunca iba a terminar de decir lo que quería transmitir —. De una forma u otra,
siempre lo has sabido. Conocemos todo lo que has hecho, y tenemos pruebas que
demuestran que eres un criminal.
—Tengo derecho a un
juicio ¡Un juicio justo!
—Llevas razón. Pero es un
derecho del que no vas a disfrutar. La basura como tú nos la traen aquí
directamente. Al sistema no le interesa perder dinero con juicios, abogados o
cárcel en gente como tú —dijo con cara de asco, aunque el muchacho no pudo ver
aquella cara porque el tipo seguía hablando justo detrás de él—. Ni al sistema
ni a nadie.
—Los que me conocen me echarán de menos. Preguntarán.
Incordiaran.
—Sí, sí, y sí. No me cabe
duda. Pero ya nos inventaremos algo adecuado para tu desaparición —Comenzó a
moverse, hasta que se quedó plantado justo delante de él, agachado, mirándole a
la altura de la cara —. ¿Encontrado cadáver de criminal en las profundidades
del río? ¿Atropellado un criminal en accidente de autovía? Yo que sé. Nadie va
a cuestionarse nada cuando se enteren de algo así. No te preocupes. Nos
montaremos algo a tu altura.
— ¿Qué es este sitio?
—El lugar perfecto para
la gente como tú —dijo mientras se dirigía a la puerta por la que entró el
muchacho—. No es una cárcel. Es algo mejor. Aquí os enseñamos que el mal
camino, os lleva al dolor, y nosotros somos los creadores de ese dolor. Ven,
acompáñame.
Mantuvo su trasero fijo
en la silla, pero cuando aquel señor abandonó la habitación, una descarga
eléctrica le hizo levantarse. De nuevo, otra pequeña descarga empezó a
producirse. Se percató de que las descargas provenían de sus muñecas. La
provocaban las esposas que tenía puestas.
—¡Eh, eh! Esto me está…
—Cálmate. Sígueme y no
habrá descargas. Quédate ahí, y cada vez aumentarán…—dijo la voz del señor
desde el pasillo.
No tuvo otro remedio que
ir detrás de él. Salió a aquel pasillo que parecía eterno, y se acercó hasta el
señor, que lo esperaba a lo lejos, junto a otra puerta. Conforme avanzaba,
aparecían a los lados del pasillo unos enormes cristales, que dejaban ver el
interior de extrañas habitaciones, donde se acumulaban todo tipo de aparatos de
compleja composición. Había visto esos objetos en algunas películas. Eran
artilugios espantosos de otros siglos, que no esperaba ver en funcionamiento a
estas alturas. Al fondo del pasillo, un hombre de mediana edad salió
tambaleándose de otra habitación. Apenas podía mantener el equilibrio. Chorreaba
desde la cabeza a los pies un sudor espantoso.
—Como iras viendo, aquí
lo que destaca es el dolor. Se podría decir que la tortura es nuestra
especialidad desde hace mucho tiempo. Eso sí, solo lo recibe quien lo merece.
Solo gente de tu calaña —fue lo último que le dijo antes de que alguien
apareciera por detrás, y lo introdujera de un empujón en otra habitación.
Esta vez, la sala era
completamente oscura. Ni siquiera se podían apreciar con claridad las paredes.
Lo único que destacaba era una solitaria bombilla que caía del techo, colgada
de un casi imperceptible cable.
—Acércate de espaldas a
la pared. Anda hacia atrás, y pégate a ella —dijo la voz del señor trajeado
desde algún altavoz.
El muchacho se negó a hacerlo,
y la descarga producida por las esposas comenzó a aumentar.
—No tenemos toda la tarde
—aclaró con rotundidad.
Se resistió durante unos
segundos, pero llegó a un punto donde no podía aguantarlo más. Pensaba que la
descarga iba a provocar que le reventaran las venas. Se dirigió corriendo hacia
la pared, y se quedó allí quieto. El dolor de los calambrazos en la muñeca
desapareció. Entonces, unos hierros aparecieron de alguna parte de la pared, y rodearon
su cuerpo de arriba abajo, dejándole atrapado e inmóvil contra la pared. No se
podía mover, y apenas podía respirar. Ni siquiera podía mover la cabeza, que la
mantenía por obligación de aquellos hierros, mirando al frente.
—Caballero, le presento
la forma de tortura definitiva. Espero que disfrute de la experiencia —dijo
aquella maldita voz.
Antes de que terminara de
hablar, justo en frente de su cuerpo prisionero de los hierros, casi la pared
entera se iluminó. En el techo, cerca de la bombilla, apareció un proyector, y
la pared parecía haberse transformado en una gran pantalla. Suponía que se
trataba de algún tipo de película que le obligarían a ver. Respiró aliviado,
porque era consciente de que nada que le enseñaran podría torturarle
mentalmente. Solo serían imágenes que se sucedían con un movimiento de fondo. De
repente, en la parte inferior derecha de la proyección, apareció un número, el
5.
Al poco tiempo de
empezar, los ojos del muchacho entendieron que estaba ante algo horrible.
Durante las primeras dos horas, unos hombres jóvenes que con total seguridad
pasaban la mayor parte del día entre el gimnasio y el solárium, y que
asombraban por ser exactamente iguales tanto físicamente, como mentalmente,
aparentaban ser el mejor candidato para conseguir a una chica concreta. Pero
había también otras muchas chicas, igual de ordinarias e ilusas que la primera,
que intentaban ocupar el ¨corazón¨ de los muchachos, con actuaciones
lamentables.
Luego, tuvo que aguantar
una hora entera viendo como gente cuya vestimenta era algo lamentable, pero
aceptable al fin y al cabo, suplicaba a tres pintorescos personajes que
mejoraran sus prendas de ropa, como si eso lograra que les fuera a ir mejor en
la vida. Era insoportable empaparse de tan poca personalidad, y de tan
exagerada dependencia por las modas.
Después, durante nada más
y nada menos que cuatro horas, unos tipos particulares discutían y se gritaban
entre sí en un amplio espacio, donde el público, formado en su mayoría por
señoras menopáusicas, alababan con elevado fervor sus comentarios inútiles.
Estos protagonistas iban hablando, o mejor dicho, chillando de un lado a otro,
mientras hablaban de otras personas, que ni siquiera estaban allí para
defenderse. Los chismorreos ocupaban todo el tiempo de aquel programa, y al
muchacho le entraron unas nauseas asquerosas. Chilló todo lo que pudo para que
pararan aquella maldita emisión.
Más tarde, horas y horas
de una interminable emisión, que consistía en ver como una serie de personas
con verdadera poca inteligencia mental, convivían en una casa durante días y
días. El concepto parecía entretenido, pero cuando descubrías que al fin y al
cabo todo se reducía a quien se acostaba con quien, y quien se peleaba con
quien, todo perdía interés. Algo que podía ser curioso de observar, acababa
transformado en un horror audiovisual.
Tras interminables horas
de sufrir aquella terrorífica visión, muchas otras escenas terribles llegaron
sin piedad hasta sus ojos. No podía aguantar más. Chilló con más fuerzas aun, y
sintió que se le iba a desgarrar la garganta. Sus ojos estaban irritados por no
poder escapar de semejante sufrimiento audiovisual. Notó que iba a desmayarse.
Los hierros desaparecieron de nuevo en la pared, y cuando quedó libre, cayó al
suelo, perdiendo el conocimiento.
En la cabina anexa a la
sala donde el muchacho acababa de caer desplomado, el señor trajeado llamó a
alguien con su móvil de ultimísima generación.
—Sujeto número 13: mismo
resultado obtenido tras la exposición a la emisión que ofrece esa cadena.
Si…exacto…me alegro…yo también estoy satisfecho…claro…desde luego estoy de
acuerdo con usted, es la mejor tortura que hemos inventado.
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